Inicialmente, quería dedicarme a la filantropía, utilizando el dinero que había ganado durante mis años en la banca. Mi idea era ayudar a estudiantes talentosos que tienen motivación, pero no los recursos económicos para estudiar en el extranjero. A aquellos a quienes les “tocó” nacer en la pobreza. Por ejemplo, en Cuba, donde hoy casi no hay electricidad y el internet se ha encarecido 15 veces, o en Siria. Nos llevamos a todos los miembros de sus selecciones nacionales de matemáticas, programación y robótica.
Al principio, hice algunos cálculos: si enviáramos a estos chicos a universidades de la Ivy League, el costo por estudiante sería de aproximadamente medio millón de euros. Eso incluye todo el ciclo: preparación, más cuatro años de licenciatura. Es decir, mi presupuesto filantrópico alcanzaría para formar a solo diez personas.
Y ahí fue cuando me di cuenta: salía más barato abrir mi propia universidad. Simplemente hice las cuentas y resultó que, con ese mismo dinero, podríamos formar no a diez, sino a cientos de estudiantes. A día de hoy, ya han pasado por nuestra universidad alrededor de mil alumnos.